viernes, 16 de marzo de 2018

PRETORIANISMO

EL NEO-PRETORIANISMO.
La Guerra de 1898 dejó una fuerte huella en la oficialidad posterior, además de las resistencias obreras a las reclutas de 1909.
En la Restauración  el ejército español era una institución singular comparada con las de otros  países del entorno. 
Como dice  Gustau Nerín en su libro La guerra que vino de África (Ed. Critica 2005) : 

  ....Los militares vivían al margen del resto de la sociedad y se consideraban parte integrante de una élite, hasta el punto de que formaban un grupo familiar cerrado (buena parte de los militares eran hijos de militares). Los miembros del ejército, además, disponían de un universo simbólico propio. Los cadetes eran reclutados muy jóvenes, con lo que el ejército se convertía en la «familia» que los protegía y adoctrinaba; de esta forma los valores castrenses se cultivaban desde la adolescencia. Muchos militares mostraban un claro sentimiento de superioridad hacia los «paisanos» (los civiles aposentados) y un menosprecio profundo por los «catetos» (los miembros de las clases populares). El ejército y otros cuerpos militarizados (como la Guardia Civil y los carabineros) eran los responsables de mantener el orden público, reforzándose así su identificación con las clases dominantes...El ejército gozaba de amplios privilegios y los militares no dudaban en mantenerlos mediante el recurso a continuas amenazas golpistas. Con sus presiones, consiguió que en 1906 se aprobara la Ley de Jurisdicciones, que otorgaba a los tribunales militares la potestad de juzgar los delitos contra el ejército y contra la patria. De esta forma silenció cualquier crítica en su contra. Alfonso XIII, con el apoyo de algunos grupos de la derecha, contribuyó a reforzar el papel de los militares frente a las instituciones, al reservarles un papel clave en el mantenimiento de la estabilidad política......Pág 20.
Las modestas reformas militares de la Restauración.

Cánovas acabó con el pretorianismo pero no con el militarismo, será justamente la institución militar la que acabe con el sistema como tal y luego con la Corona misma.
Los autores suelen destacar el proceso de profesionalización y reforma que se llevó a cabo en el Ejército contra las viejas lacras de la hipertrofia de mandos, la endémica falta de recursos y la difícil disciplina de una institución acostumbrada a vivir de los personalismos.

 Tres intentos de reforma se llevan a cabo, que acaban neutralizándose entre sí, de forma que el avance final es mínimo: 

Martínez Campos hizo ciertas reformas inevitables dentro de la línea de Cánovas, Cassola acometió un plan de reforma algo más ambicioso, pero se encargó de volver a la situación anterior López Domínguez reforzando el corporativismo del Ejército. El Ejército español admiraba el modelo prusiano como el más eficaz de Europa por la operatividad de sus Estados Mayores, las ventajas de sus sistemas de reclutamiento y movilización y el desarrollo de sus comunicaciones. En esta línea actuó Cassola en el Ministerio de la Guerra, en 1887, durante el Gobierno largo de Sagasta, con el ob- jetivo de conseguir el servicio militar obligatorio, acabar con las formas de redención en metálico, crear un Estado Mayor y homologar los ascensos en todas las armas. En los debates parlamentarios afloraron los temores de las clases acomodadas por la eli- minación del privilegio, el miedo a una masa proletaria armada y la pérdida de los ingresos de redención para el Estado, que fueron las razones del fracaso de la refor- ma. No se logró subsanar en este periodo ni el exceso de oficialidad, pues de un to- tal aproximado de 100.000 hombres que tenía en estos años, casi 25.000 eran oficia- les, una proporción insoportable para un Ejército no profesionalizado.

Desde 1867 se había abandonado la vieja institución de los colegios militares y creado las Academias (de Estado Mayor en Madrid, de Artillería en Segovia, de Ingenieros en Guadalajara, de Infantería en el Alcázar de Toledo y de Caballería en Valladolid), no obstante algunas tuvieron una vida efímera. La Restauración se empeñó en proporcionar al Ejército una sólida instrucción, alta disciplina y profesionalidad a base de introducir reformas educativas de la oficialidad según los modelos alemán y francés. Se reformó la Academia de Infantería de Toledo. Martínez Campos creó la Academia General Militar en Madrid para reforzar la idea de la unidad del Ejército, una de las grandes aportaciones de la Restauración a la homologación e integración de todas las armas y contra el corporativismo, combinando el patrón francés de un soldado-ciudadano y el prusiano de un soldado-máquina. Pero López Domínguez volvió en 1893 a la vieja situación, cerró la Academia General y adoptó el sistema prusiano creando siete Regiones Militares en España.
En 1898 la capacidad naval resultó destruida, de forma que al iniciarse el siglo una de las preocupaciones más hondas se cen- traba en la reconstrucción de la Armada.

 El divorcio entre Ejército y sociedad: quintas y represión social

A diferencia del ejército decimonónico, el ejercito de la Restauración tiene un papel ....mayor del belicismo de las guerras coloniales y de la represión callejera que el pretorianismo de guante blanco del siglo XIX...creciente fue la impopularidad y del excesivo papel que el Ejército estaba adquiriendo en aquella sociedad. 
El problema del reclutamiento popular por el sistema de quintas y al papel de represor de los conflictos en el crítico momento de la consolidación del movimiento obrero. 
Por lo que se refiere al primer aspecto, ya es conocida la trascendencia social que tenía el llamado impuesto de sangre y sus profundas discriminaciones entre 1837 y 1912. Si la exención militar por razones de sangre había sido abolida por el liberalismo, desde 1837 se había consolidado otra vía de exención más clasista y grave aún para las grupos populares, la del dinero en forma de redención del servicio pagando una cantidad en metálico al Tesoro, según el modelo francés, se expresaba al grito de ¡abajo las quintas! presente en todos los movimientos populares, pero venía agravándose a fines de la centuria y en el primer tercio del XX por el costo social que el pueblo español debió Pagar en ausencias, abandonos familiares y laborales, penalidades, enfermedades y bajas en las guerras coloniales. En las movilizaciones de Cuba y Marruecos murieron masas de soldados, como hemos señalado antes, no por armas, sino por enfermedad y hambre, un dicho popular lo corroboraba: hijo sorteado, muerto y no enterrado.
Entre 1895 y 1897 se libraron mediante redención 45.000 reclutas que ingresaron en Hacienda 78 millones de pesetas. Los sistemas de reclutamiento legislados en 1885 determinaban el elevado pago de 1.500 pesetas, para redimir un servicio a la Península y el de 2.000 para Ultramar y preveían un inquisitorial medio de recuperar el pago mediante la delación de un prófugo o de un mozo no alistado. No sólo sufrieron quienes acudieron impotentes a la llamada del Ejército, sino muchos otros que pasaron privaciones durante toda una vida para poder pagar a una compañía de seguros de quintas, las cuales por otro lado realizaron pingües negocios con esta actividad y habían enriquecido a algunos ilustres hombres de negocios, como Mesonero Romanos, Madoz o el marqués de Salamanca. Aún complicaba más todo este sufri- miento popular la intervención del caciquismo que enrarecía el proceso mediante recomendaciones y manipulaciones (un periódico asturiano se quejaba a fines de siglo de que de los 3.000 mozos alistados en una zona, 2.900 fueron dados cortos de talla o inútiles). Este marco ilustra la lejanía del Ejército con respecto a la sociedad, el enconamiento de sus relaciones, la impopularidad de las guerras coloniales, las dificultades de baja moral y malas condiciones físicas en que se reclutaba el Ejército y la escasa eficacia final de todo el sistema de reclutamiento. Eran llamados a filas a baja edad, en condiciones aún de crecimiento y subalimentación (se exigía 1,50 m de estatura y 48 kg de peso y aún así eran rechazados una importante cantidad que no reunían estos requisitos establecidos) y enfrentados a un ambiente físico y síquico hostil que les hacía especialmente vulnerables a las enfermedades.





PRIMO DE RIVERA.


La política militar de la Dictadura, cuya característica principal fue la interferencia constante en la concesión de ascensos y recompensas, resultó caótica y contradictoria. Ello exacerbó las rencillas corporativas y profesionales ya existentes, enajenando la lealtad de importantes generales y despertando el malestar de armas y cuerpos. El problema de los ascensos enfrentó al sector juntero, mayoritario en las Fuerzas Armadas, y el lobby africanista, minoritario pero muy bien relacionado con el alto mando y con el rey, que defendía los ascensos por méritos de guerra, muy proclives a manipulaciones en la guerra colonial del Rif, con pocos méritos reales. La política de ascensos se transformó en el reino de la contradicción y de la arbitrariedad. La Junta clasificatoria fue «reformada» por Primo de Rivera para dar cabida a sus leales, que la utilizaron para controlar los ascensos. Las medidas de supresión de la escala cerrada —es decir, la renuncia voluntaria a todo ascenso obtenido por méritos de guerra, implantada tácitamente en los cuerpos más técnicos— en junio de 1926 provocaron uno de los más graves conflictos corporativos del período: la rebelión artillera que persistió hasta la caída de la Dictadura. Aunque los enfrentamientos entre junteros y africanistas, tan intensos en el pasado, fueron decreciendo progresivamente hasta llegar a desaparecer tras el encauzamiento de la guerra marroquí, la indignación contra el régimen y el rey fue duradera, ya que los artilleros participaron en todos los complots antidictatoriales, como el que estallaría en Ciudad Real y Valencia a inicios de 1929. La decisión constructiva más importante fue el establecimiento de la Academia General Militar en Zaragoza en febrero de 1928. Pero tanto su director, el general Francisco Franco, como la mayoría de militares coloniales que formaban el profesorado pretendieron formar un tipo de oficial poco dedicado al estudio, con un trasnochado concepto caballeresco y sin relación con los medios sociales de su tiempo.

Calleja, Eduardo González; Carlos María Rodríguez López-Brea; Rosario Ruiz Franco; Francisco Sánchez Pérez. La España del siglo XX (El Libro Universitario - Manuales) (Spanish Edition) (Posición en Kindle1210-1224). Alianza Editorial. Edición de Kindle.


LA GUERRA DE MARRUECOS Y EL AFRICANISMO.



Los jefes u oficiales que se han formado en las campañas de África y que consideraban que la guerra colonial marroquí constituía «una nueva escuela de combate», un «campo de experimentación y maniobra». No se puede incluir en el colectivo de los africanistas a todos los militares que lucharon en las campañas de África, porque la práctica totalidad del ejército español pasó, en un momento u otro, por el protectorado en los dieciocho años de conflicto (en 1912, el 16 por 100 de los militares de la escala activa de Infantería permanecían en Marruecos; entre los tenientes el porcentaje alcanzaba el 34 por 100). En realidad, no todos los miembros del ejército establecidos en el protectorado compartían unos mismos valores. Se detectaban fuertes tensiones, especialmente entre las fuerzas de choque y los militares destacados en Melilla, Ceuta o Tetuán, que eran denigrados como «emboscados»  o administrativos.

Una de las características básicas de los africanistas era su obsesión imperial, derivada de la impronta ideológica del desastre de 1898. Muchos africanistas habían nacido en las colonias perdidas . A causa de la endogamia del ejército español, muchos africanistas jóvenes eran hijos de militares que habían luchado en las guerras de Cuba y Filipinas. Para todos ellos, la intervención en Marruecos suponía una oportunidad única para compensar la pérdida ultramarina de 1898.

El ejército no había participado en la primera guerra mundial, sino que además, desde la guerra de Independencia, no se había involucrado en ningún conflicto internacional (a excepción del breve choque con Estados Unidos en 1898). Sus estudios  se limitaban a temas coloniales, además fracasó el intento de crear un ejército colonial, mejor pagado, porque el objetivo no era permanecer en las colonias sino volver a la Península a medio plazo, pero con una graduación superior a la de sus compañeros de promoción.



El ejército colonial era un fiasco, con poca calidad y con mandos oportunistas, corruptos y violentos. Su imagen en la represión anterior en conflictos sociales y las quintas, junto con los fracasos del ejército español entre 1909 y en 1911 pusieron en peligro la Restauración, ya que las protestas contra las levas derivaron en oleadas de descontento generalizado. El gobierno se vio obligado a reformar las fuerzas del protectorado, creando nuevos cuerpos integrados por soldados profesionales europeos y marroquíes, dirigidos por militares «especializados» en la lucha colonial. La opinión pública española, deseosa de minimizar las bajas de quintos, dio su apoyo a esta iniciativa, que también fue acogida con entusiasmo por la mayoría de los militares destinados en Marruecos. Los oficiales coloniales más intrépidos creían que si se les ofrecía el mando de tropas más adecuadas, podrían demostrar mejor sus méritos y obtener más ascensos. Se formaron unidades militares irregulares, las harkas, similares a los partisans galos, y cuerpos militares regulares, los Regulares, bajo el modelo de los tiralleurs argelinos. Había una diferencia esencial con Francia: esta última potencia enviaba soldados de una colonia a otra para evitar una alianza entre los áscaris locales y los rebeldes. España no tenía suficientes posesiones como para aplicar esta estrategia. Muchos teóricos militares advirtieron del peligro de dar un excesivo protagonismo a las volubles fuerzas magrebíes. Sus avisos no fueron escuchados, pero sus prevenciones se corroboraron en 1921: en Annual buena parte de las unidades «indígenas» se pasaron al enemigo. Los Regulares eran utilizados sistemáticamente como fuerza de choque; luchaban en primera línea de fuego y eran enviados a misiones peligrosas en las que se esperaba un alto número de bajas, como las cargas de caballería. La eficacia de estas fuerzas era cuestionable por su indisciplina. Pero mandar los cuerpos descritos era muy apreciado por los oficiales ambiciosos, porque en este cuerpo se podían asumir importantes responsabilidades (un grupo de Regulares era dirigido por un teniente coronel, en tanto que un regimiento, su equivalente en unidades metropolitanas, era mandado por un coronel), en Regulares había garantías de que se combatiría en el frente, lo que implicaba muchas posibilidades de ascenso, aunque también numerosas de defunción. Los oficiales asimismo solían apreciar un destino en Regulares por el ambiente de extrema solidaridad que se respiraba entre la oficialidad de estas unidades (una solidaridad asociada, con frecuencia, a un entorno sumamente reaccionario). Los mercenarios marroquíes no disputaban el protagonismo a los mandos metropolitanos, ya que los «moros» sólo podían acceder al rango de oficiales y podían ser fácilmente degradados por sus mandos. La vida cuartelera era bastante relajada; a los áscaris se les toleraban algunas ausencias y ni siquiera se castigaban las deserciones sin armamento. Tal y como constataban los oficiales de policía indígena, los regulares se veían implicados frecuentemente en peleas, alborotos, robos y abusos contra civiles, pero se debía castigar «con rigor» a quienes discutieran la autoridad de sus jefes; y así se hacía: aquellos que se rebelaban eran rápidamente ejecutados.



Para muchos militares los africanistas eran:



“...chulescos, valientes, carentes de amistades y de afectos, indiferentes a toda ideología, sin compañerismo, porque nunca tuvieron compañeros, con escasa cultura, porque la vida africana no les dio tiempo para el estudio y sin otras pretensiones que vivir bien —aunque los otros se mueran de hambre— y subir mucho aunque los peldaños estén manchados de sangre y hubiera que alcanzarlos con injusticias, abdicaciones y empellones…”(El coronel republicano Mariano Salafranca)

El principal motivo de tensión entre los africanistas y el resto de los militares era la concesión de ascensos por méritos de guerra a los militares coloniales.

El ejército español disponía de un escalafón completamente saturado a consecuencia de las recompensas otorgadas en Cuba. En 1921, el ejército español contaba con sólo 111 435 hombres, frente a los 374 000 del ejército británico, pero España disponía de 419 coroneles y 60 generales de división, frente a los 377 y 20 del Reino Unido. En Italia y Alemania había un oficial para cada veinte soldados; en España, uno para cada cuatro. El gobierno toleraba esta anómala situación por temor a una revuelta militar de imprevisibles consecuencias. Así, se seguían concediendo ascensos; por ello siempre faltaban tenientes y se mantenían abiertas las academias militares. De esta forma, continuaba creciendo el número de oficiales, y éstos acababan siendo destinados a plazas sin ninguna función definida. Al fin, sus salarios absorbían buena parte del presupuesto del Ministerio de la Guerra.

Los jóvenes oficiales de Infantería y Caballería que se integraban en las fuerzas de choque podían conseguir ascensos y así avanzaban su posición en el escalafón, a costa de bloquear la progresión de los que permanecían en la metrópolis (en cambio, en Artillería, Estado Mayor e Ingenieros, los oficiales, al salir de la Academia, se comprometían a no aceptar ascensos por méritos: sólo ascendían por antigüedad). Las campañas de Marruecos, pródigas en escaramuzas a cargo de unidades pequeñas, supusieron un marco idóneo para las muestras individuales de valor, que eran frecuentemente recompensadas (el reglamento de recompensas primaba el valor sobre la eficacia). Entre 1909 y 1914 no se logró ninguna victoria decisiva frente a los marroquíes, pero el alto mando concedió 132 925 condecoraciones y 1587 ascensos por méritos. Quienes más se beneficiaron de las recompensas fueron los militares que salieron de la Academia hacia 1909, ya que pudieron «gozar» de un conflicto de baja intensidad de dieciocho años.

Los ascensos por méritos de guerras recibieron muchas críticas. Incluso algunos africanistas, como Goded, reconocían que ciertos oficiales pactaban escaramuzas con los caídes, o emprendían operaciones arriesgadas sin utilidad bélica para promocionarse. Muchos militares objetaban que las recompensas acababan otorgando el mando a los más valientes y no a los más capacitados para dirigir unidades. Pero lo que más irritaba a los militares de la metrópolis era el favoritismo en la concesión de ascensos (se ofrecieron irregularmente a parientes del ministro de la Guerra, o incluso se otorgaron como regalo de boda, como en el caso de Muñoz Grandes). La competencia por los ascensos también generó fuertes tensiones en el seno de las fuerzas de choque. Alberto Bayo, exoficial de la Legión, afirmaba que sus compañeros eran «más crueles, más feroces y más traicioneros que los fusiles contrarios» a causa de su «afán desmedido de subir rápidamente».



EL CONFLICTO CON LAS JUNTAS DE DEFENSA



La mayor oposición a los ascensos, en el seno del ejército, fue a cargo de las Juntas de Defensa. En un principio las Juntas denunciaron el favoritismo en las concesiones, pero no se opusieron a las recompensas en sí. Por eso, las Juntas no chocaron abiertamente con los africanistas y llegaron a ser muy influyentes en el protectorado. Desde 1916 los junteros empezaron a exigir que se aplicara la escala cerrada en todas las armas (es decir, que sólo se pudiera ascender en el escalafón por antigüedad). A partir de entonces, las Juntas se convirtieron en un instrumento de defensa de los intereses de los militares destacados en las provincias, contrarios a los privilegios de los africanistas. Los militares coloniales, irritados, se enfrentaron a los junteros. El desastre de Annual agudizó el enfrentamiento entre africanistas y junteros (y, sobre todo, entre los africanistas y los miembros de las Juntas de unidades metropolitanas enviadas al protectorado). Aquéllos responsabilizaban a los junteros de la derrota, porque habían forzado la supresión de los ascensos por méritos y porque, según ellos, habían dividido y debilitado al ejército. Por su parte, las Juntas criticaban duramente a los africanistas, censuraban la incompetencia de Berenguer y acusaban a las fuerzas de choque de actuar sin estrategia, con el único fin de obtener recompensas. Las Juntas sufrieron un fuerte desgaste en este enfrentamiento, y en noviembre de 1922, a instancias de Alfonso XIII, el gobierno aprovechó la ocasión para disolverlas.



En el vértice de la pirámide de solidaridad de los africanistas más derechistas y belicosos se encontraba Dámaso Berenguer. Éste había apoyado decididamente a los Regulares y a la Legión, y había promocionado a Sanjurjo, Franco, Mola, Beigbeder, Orgaz, Goded, Yagüe y Varela. De forma indirecta apoyó a muchos de los subordinados de éstos (un altísimo número de antiguos oficiales de Regulares alcanzó el grado de general). Azaña era muy consciente de que el ejército de África era «berenguerista en buena parte». Por eso el procesamiento de Berenguer a causa del desastre de Annual provocó un tremendo revuelo entre los africanistas; muchos de ellos criticaron el expediente Picasso y protestaron airadamente por el cuestionamiento de su líder. En 1924, finalmente, Berenguer fue condenado. Pero se le amnistió rápidamente y no dejó de influir sobre sus compañeros. En 1930 fue nombrado presidente del gobierno en sustitución de Primo de Rivera; en seguida recurrió a sus viejos colaboradores de Marruecos (como Mola). En 1931 dejó el cargo, pero pasó a ocupar un Ministerio clave: el de la Guerra. Alcalá-Zamora creía que, desde este puesto, convenció a otros africanistas de que aceptaran pacíficamente el advenimiento de la República.




No eran los generales , ni los oficiales mejores como se pueden ver en las listas de los diferentes escalafones, ni los más formados, ni los más cultos. ni siempre los más valerosos.

Arturo Barea nos narra en La forja de un rebelde, la corrupción militar:

-Baje la cortina de la tienda y siéntese un poco. -Se me quedó mirando con cada uno de sus dos ojos alternativamente-. Supongo que se ha puesto usted de acuerdo con Pepe. -Me ha hablado algo. Pero en realidad no le he entendido. Además, como usted sabe, yo no conozco nada aún. -Bien, bien. Le he llamado por eso. Le voy a explicar cómo están las cosas. Usted sabrá que el Estado español realiza todas sus obras por uno de dos procedimientos: por contrata o por gestión directa. En las contratas se saca a subasta la obra a realizar y se paga lo convenido a un contratista. En la gestión directa, se calcula el importe y la administración lleva la dirección de las obras y paga los jornales y los materiales. Claro es que esta carretera no podría hacerse por contrata, a través de un territorio que es territorio enemigo. Así que se hace por gestión directa; nosotros pagamos los jornales y compramos los materiales. Trazamos el proyecto y llevamos a cabo las obras totalmente. Para esto está la Comandancia de Obras de Tetuán, que se encarga de la parte técnica y administrativa. Cada uno tiene su jornal: los soldados ganan 2,50 pesetas, usted seis, nosotros los oficiales doce. Éste es un gran beneficio para todos. A los soldados se les da 1,50 en dinero y el resto se les mejora en comida. Así, no hace falta robarles nada en el rancho ni en la ropa. Y lo demás, es sencillo... -Alargó una pausa y sacó de una caja una botella de coñac y dos copas-. No he querido llamar al ordenanza... -Ahora continuó-. Le voy a hablar claro, para que nos entendamos bien: la compañía tiene un fondo particular, que se nutre de las economías que se realizan sobre lo presupuestado. Así, tenemos ciento once hombres, pero no todos trabajan; unos están enfermos, otros con permiso, otros tienen un destino, etc. Pero como el presupuesto son ciento once, los jornales son, naturalmente, ciento once. Pero como el que no trabaja no cobra, el sobrante de jornales pasa a la caja de la compañía. Con los moros es igual: el presupuesto son cuatrocientos, pero nunca se les puede tener completos; en realidad, son unos trescientos cincuenta. Pero como tienen que ser cuatrocientos, se agregan cincuenta nombres árabes y en paz. ¿Quién va a venir a contarlos? Los moros ganan cinco pesetas al día. Y se les da el pan que quieren a cuenta. Pero ésta es una cuestión de usted. En cuanto a Pepe, pues, es una cosa parecida; él saca la piedra y nosotros se la pagamos. Cada kilómetro de carretera necesita tantos metros de piedra. Pero... si la carretera tiene cinco centímetros menos de piedra..., bueno, calcule usted: cinco centímetros menos son unos doscientos metros cúbicos en kilómetro. En realidad -agregó cínico-, ponemos algo más en la cuenta. Además, sus moros nos ayudan a desmontar la tierra y la pagamos por metro cúbico también. Nada importa si se cuentan algunos de los que ha desmontado nuestra gente... -Se bebió la copa de coñac-. Hay además, claro, una porción de detalles pequeños que irá usted comprendiendo. Así que, ¿entendidos, no? Y como nada tenía que hacer allí, me marché.


El perfil de un soldado profesional:

Martín me contó su historia a trozos: cuando nació le echaron a la Inclusa de Madrid. Unos pocos días más tarde le pusieron en manos de una nodriza que vino a buscar un crío, desde un pueblecito escondido en las montañas de León. Tuvo suerte. La beneficencia generalmente confía los expósitos a nodrizas de los pueblos, que se presentan atraídas porque la paga miserable representa una riqueza en su pueblo. Después hinchan a los chicos con sopas y vuelven a buscar un nuevo crío cuando el primero se ha muerto de disentería. Pero la nodriza de Martín era una mujer montañesa, casada, a quien el chico le había nacido muerto y, además, se había quedado inutilizada para tener más. Crió al expósito a sus pechos y ella y su marido le tomaron cariño como si fuera el hijo propio. Los familiares odiaban al intruso y el pueblo entero le llamaba el Hospiciano. Cuando tenía quince años, sus padres adoptivos murieron con unos meses de diferencia; los familiares tomaron posesión del trozo de tierra, de las dos mulas y de la casita donde habían vivido y devolvieron al hospiciano al Hospicio. Nadie le quería aquí y él no se podía acostumbrar a vivir encerrado. Solicitó ir de corneta a un regimiento, y allí, un niño entre hombres, se convirtió otra vez en el chico mimado. Cuando llegó a dieciocho años, se vino voluntario a África. Desde entonces nunca había salido de allí. Ahora llevaba en el regimiento casi veinte años. ¡Las cosas que había visto!
-¿Y qué piensas hacer? ¿Vas a estar aquí toda la vida?
-¡Oh, no! Tengo derecho a retirarme dentro de tres años. Me darán una pensión de cinco reales diarios y con mis ahorros, pues, yo he pensado poner una taberna en Madrid. Y casarme.
-¿Has ahorrado mucho?
-Figúrese. Todos los premios de voluntario. Cuando me marche de la mili, tendré unas seis mil pesetas. La única cosa es que, si yo hubiera sabido leer bien, me hubieran hecho un cabo de banda y ahora sería un sargento de banda y no me iría.
-¿Por qué no has aprendido a leer?
-No pude. Las letras y los números se me revuelven en la cabeza y no puedo separarles. Es aquí; debo tener una cabeza muy dura. -Se golpea el cráneo para convencerme de que nada podía entrar dentro de él.


BIBLIOGRAFÍA:
- Ángel Bahamonde • Pedro Carasa • Pere Gabriel Jesús A. Martínez • Alejandro Pizarroso
HISTORIA DE ESPAÑA SIGLO XX 1875-1939.CÁTEDRA HISTORIA. SERIE MAYOR, Madrid, 2000 EDICIÓN, 2005.
-Gustau Nerín : La guerra que vino de África (Ed. Critica 2005)

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